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Y VOLVER UN AÑO MÁS A ÁFRICA.

«El sueño de África tal vez no sea más que un afán de aventura, la resistencia infantil del corazón a aceptar la vulgaridad y rutina del mundo.»   Javier Reverte, escritor.

Aferrados a esa resistencia pueril a la aceptación de la vulgaridad y rutina del mundo, que tan bien expresa don Javier Reverte, apurábamos los días, las horas y hasta casi... los minutos. Un tiempo que se desvanecía lentamente en el anhelo de la llegada de un nuevo día que nos transportara hasta el siguiente... hasta aquel en que tendría lugar nuestra partida hacía la lejana y siempre misteriosa África.

Entre preparativos de última hora e intercambio de maletas compartidas, nuestra expectación por la nueva aventura africana se iba acrecentando. LLegaba así el tan esperado 28 de julio bajo un luminoso día de verano, dando defintivamente el pistoletazo de salida hacia nuestras merecidas vacaciones. ¡Qué lejanos quedaban aquellos días de invierno de reuniones preparatorias del viaje! Pero si, al fin... había llegado.

Aquel día, desde el descansillo de la puerta de mi casa, bajaba lentamente las escaleras, asegurándome de que nada faltara en mi reducido equipaje. El despiste que me caracteriza hacía que comprobara una y otra vez, casi de forma compulsiva, que mi pasaporte y  mi tarjeta de vacunación internacional no quedaban en casa.




Una última llamada para confirmar que el convoy procedente de Jaén, con el grueso de la expedición, venía de camino a mi encuentro. Así era. Todo parecía controlado, pero como suele ocurrir en todo nutrido grupo de viajeros, los despistes nos hacían enfrentarnos al primer contratiempo de nuestro largo viaje. Una de las expedicionarias había dejado olvidado su pasaporte junto a la encimera de la cocina y una madre con vocación de salvadora, lo había advertido justo a tiempo. No me habría gustado estar en la piel de la expedicionaria que, por unos momentos, vió peligrar el viaje que tanto había ansiado.

El bullicio propio de Barajas nos daba la bievenida en lo que se preveía un largo y duro día de viaje. Allí aguardaban buena parte de los expedicionarios, entre los que se atisbaba el semblante emocionado de los aventureros más jovenes que por vez primera se enfrentaban a la aventura africana. Envidiaba la suerte de aquellos que aún conservaban la mirada limpia e ignorante del que se enfrenta por primera vez al África negra, pues bien es sabido que el ser humano, por repetición, es capaz de habituarse hasta a a las realidades más sorprendentes. Pese a ello, no debíamos acarrear con nosotros esa rutina y vulgaridad a la que se refiriese Javier Reverte, impregnando de monotonía el que iba a ser nuestro tercer viaje a África. Por suerte para mi, yo era de aquellos que aún mantenía mi capacidad de asombro totalmente intacta.

Las largas colas frente al mostrador de Egyptair y la inevitable espera en busca de las pertinentes tarjetas de embarque, fue ocupada en el reparto de las camisetas entre los componentes de la expedición. El diseño de las mismas pudo hacerse realidad gracias al trabajo y esfuerzo de unos buenos amigos que regentan una joven empresa, Spiff Camisetas.  Pese a la poca antelación con que las encargamos, conseguimos finalmente que estuvieran a tiempo para nuestra partida.



Almorzamos unos bocadillos en uno de los múltiples establecimientos de comida rápida que se sitúan frente a las puertas de embarque de Barajas. Presidiendo nuestras comida, un gran anuncio publicitario de una aerolínea en el que se dibujaba la figura de un gran guepardo, nos ponía en situación a la espera de poner nuestros pies en el continente africano. Curiosa coincidencia que posibilitaba las bromas en torno a nuestra valentía frente a la fauna africana de papel maché.

Pese a que nuestro vuelo estaba previsto para las 15.45 horas, y merced a la bondades que encierra Barajas, no fue sino hasta las 17 horas que partimos rumbo a nuestro siguiente destino: El Cairo. Este contratiempo hacía peligrar la corta escala de hora y cuarto de duración con la que contábamos para embarcar de nuevo, esta vez si, con destino a Nairobi, capital de Kenia.

Frente a la expectación e ilusión que el viaje provocaba en muchos de los expedicionarios, el nerviosismo ante la idea de perder nuestro próximo vuelo empezaba a apoderarse de los presentes. Consciente de nuestra impotencia ante tal circunstancia, aproveché las más de cuatro horas que nos separaban de El Cairo, para releer algunas páginas del clásico de Sir. Richard Burton, "Las montañas de la Luna: en busca de las fuentes del Nilo", al objeto de ponerme en antecedentes sobre uno de los lugares que teníamos previsto visitar. Las interminables aventuras que narraba Burton en su afán de desentrañar el enigma del nacimiento del Nilo, eran el perfecto acompañante de vuelo.



Aterrizábamos en El Cairo con una hora de retraso sobre el horario previsto y no nos quedaba más remedio que iniciar una dura carrera de fondo por los pasillos del aeropuerto, que a ojos de los turistas debía resultar de lo más cómica, al más puro estilo Benny Hill. De hecho esa canción horrorosa que solía acompañar el show, habría venido muy bien para ambientar nuestra carrera.

Debido al intenso ritmo que imprimían a su paso los primeros expedicionarios, el grupo se iba fragmentando a lo largo de todo el recorrido que mediaba entre las puertas de embarque, mientras el mundo árabe representado por hombres de largas túnicas blancas y turbantes, observaba atónito nuestro deambular por las instalaciones. No recuerdo haber pasado nunca por un arco de seguridad de un aeropuerto en el que hayan obviado con tanta diligencia el sonido que activaban los metales al pasar por él. La policía egipcia dejaba paso libre al sonido de las palabras mágicas: ¡flight to Nairobi!, como si de Alí Babá se tratara pronunciando el mítico ¡Ábrete Sésamo! frente a la cueva de los ladrones.

Y por fin ¡allí estaba!. Mi corazón aún palpitaba con fuerza, mientras iba accediendo por el pasillo del avión ante una cierta mirada inquisitiva del resto de pasajeros que aguardaba la partida desde hacía algo más de hora y media. Nuestros nervios aún no se calmaban, pues aunque felizmente todos los expedicionarios estábamos dentro de aquel Boeing con destino a Nairobi, no podíamos decir lo mismo de nuestras maletas. El avión permanecía inmóvil en aquel hangar, esperando a que los operarios trajeran el resto de equipajes. Ni el caso de que el mismísimo Usain Bolt estuviera contratado como operario de aquel aeropuerto, habría podido desplazarlas hasta aquel lugar con mayor velocidad que la que habíamos desplegado por aquellos pasillos.

Desde una de las ventanillas observábamos atentamente como introducían los equipajes en el avión, identificando nuestras pertenencias. Para mi asombro, en aquella operación no conseguía identificar mi propio equipaje, algo que no me alertaba pues esperaba que en mi despiste lo hubieran introducido sin yo advertirlo. Sólo cabía esperar a la llegada a Nairobi, para comprobar que todo estuviera correcto.

Eran las 23 horas cuando un avión cargado de ilusiones, expectativas y, quien podía saber, quizá de equipajes, partía defintivamente con todos los integrantes del grupo hacia la capital por excelencia de los safaris. Aún quedaba mucho para llegar y debíamos descansar, pero lo importante era otra cosa: Nairobi estaba un poco más cerca...y nosotros, pese a los contratiempos, íbamos a su encuentro.

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